Siempre quiso ser reconocido,
siempre quiso ser popular, siempre quiso ser querido, siempre quiso tener
cariño. Alejado de la gente, callado, misterioso, a veces peligroso, a veces
pasivo, se encuentra sentado en una banca, con la mirada perdida, con las manos
cruzadas, con la tristeza en su rostro.
Lamenta su presente, pero lo ilusiona el futuro, el futuro cercano. Todo
está planeado, no hay nada que no tenga previsto, se imagina lo que va a pasar
y una sonrisa se dibuja en su boca.
Los días pasan lentos, monótonos,
con los mismos sonidos, los mismos recorridos, sin nada que pueda cambiar lo
planeado, ninguna esperanza de cambiar lo pensado. Nunca estuvo del todo
convencido, siempre esperó que alguien lo hiciera cambiar de parecer, que le
diera un ápice de atención, de comprensión, pero nunca ocurrió, nadie lo
notaba, nadie lo veía, era un espectro, una imagen fantasmagórica deambulando
por los pasillos, por los espacios abiertos, por donde fuera.
Ya no había vuelta atrás, no solo
porque nadie lo quiso, sino porque tomar la decisión le había tomado meses
enteros, tratando de imaginar qué podría pasar después del gran día, que podía
ser de él, de los demás, de los que lo conocían, de los que nunca lo habían
visto. Trataba de comprender por qué su presente era así, si algo en su pasado había generado todo lo
que llevaba dentro, todo lo que la gente sentía por él, pero nunca encontró
respuestas ni en su interior ni en las circunstancias. Analizaba a todos; su mirada era
un scanner preciso, infalible, que podía distinguir las personalidades, formas
de expresión, de actuar, pero nunca descifró las causas del odio que sentían
los demás por él. Quería ponerle fin a su sufrimiento, y así lo iba a hacer.
Llegado el día marcado en el
calendario de Piel Roja colgado en la pared de su habitación, se alistó como si
fuera un día corriente; se bañó con agua fría, desayunó lo mismo de siempre y
salió de su casa rumbo al bus. Un paquete inusual lo acompañaba en su mochila.
Llegó a su destino al cabo de casi una hora, ingresó por la puerta, subió los 4
pisos que todos los días debía subir y se ubicó en su puesto. Esperó que
alguien lo saludara, que alguien pudiera detener lo que estaba a punto de
ocurrir, pero al igual que todos los días anteriores, nadie lo hizo, nadie se
acercó.
Entonces, sin mediar palabras,
sacó el revolver que tenía envuelto, se puso de pie, caminó a la puerta, le
disparó a 6 personas, soltó el arma, caminó lentamente al balcón, se sentó en
el muro, aspiró profundamente y se lanzó. Doce metros de caída libre le
destrozaron el cráneo. Su cuerpo, a punto de desmembrarse, quedó tirado en el
piso, sobre un charco de sangre de dos metros. Una simbiosis entre las baldosas y el rostro
no permitía determinar dónde empezada uno y terminaba el otro, pero con gran
esfuerzo, se podía identificar una pequeña sonrisa en lo que le quedaba de boca. Ese día hubo 7 muertos, la escena
más gore que una persona pueda ver, y sin embargo las cosas rápidamente
volvieron a su curso normal. No bastaron siete muertos ni un cuerpo destrozado;
la gente puede ser tan cruel que llevan a alguien a suicidarse. A los que
tildamos de extraños y raros algún día pueden conseguir un arma y matarnos a
todos los cabrones que nos burlamos.
muy "satanás" no?
ResponderEliminarSí señor, tiene razón, no lo había pensado, pero sí sabía que tenia una historia real asociada. De todas formas la escribí pensando en los locos del colegio y la universidad, que siempre me crearon el temor de morir baleado. Gracias por leer.
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